Tengo muchos años dedicado a estudiar nuestra cocina antigua, no sólo a estudiarla sino a tratar de reproducir las viejas recetas que aparecen en los cuadernos, manuscritos de nuestras abuelas. En esa labor, que no ha sido fácil, he procurado interpretar muy bien esas formulas de antaño y seguir casi al pie de la letra su contenido. Digo casi al pie de la letra pues me fue necesario comprender con exactitud algunos términos empleados en esos textos, que son generalmente transcripciones de un lenguaje coloquial y popular, sino asimismo confirmar lo adecuado de los ingredientes.
Por ejemplo fue preciso aprender que “asustar en el horno” no era otra cosa que dar un golpe de calor a la preparación que se tratara, o terminar entendiendo por un lado que muchas medidas eran absolutamente antropomórficas: un dedo de vinagre, una mano de cambur, por poner sólo dos ejemplos. Pero por otra parte, muchas cantidades se señalaban en medidas antiguas: una botella de leche, un cuartillo de azúcar, sin contar indicaciones que era prácticamente imposible de reconstruir cuando se señalaba tan sólo el valor de un ingrediente y no su cantidad, verbigracia “un real de queso”. Además, cuando muy orondo había logrado descifrar con una aceptable precisión la lista de ingredientes y me disponía a comenzar la preparación de un plato, me saltaba siempre una duda: ¿Y es que acaso, por decir algo, ese maíz del recetario de 1880 es el mismo que se consigue actualmente? o ¿sucede igual con la carne de pollo? Estas interrogantes me llevaban, en los ejemplos citados, a buscar maíz cultivado a la manera tradicional o a procurarme un ave de esas que llamamos “picatierra”, pensando que con tal escrupulosa selección me acercaría mucho más al plato de otros tiempos.
Cocina tradicional venezolana. Fuente: http://j-l.es/farfanestella/bioclimatica/?p=1452 |
Afortunadamente que guardo en mi memoria gustativa los sabores de nuestra comida criolla gracias a Paula Tovar maestra de los fogones paternos, cuya sabiduría extraordinaria no sólo me impresionó, cocinaba con leña y carbón y dominaba con exactitud el fuego, sino que también me educó en lo que se refiere a nuestros yantares ancestrales. En casa de mis padres, en mi infancia, se elaboraba, mes a mes, el extenso elenco de nuestra culinaria. Eran otros tiempos, un enlatado era una verdadera excepción, nunca se prepararon alimentos congelados, se iba diariamente al mercado y si alguna vez se ponía en la mesa algo que no había sido preparado intra-muros, se trataba indefectiblemente de algún manjar proveniente de fuente conocida. Recuerdo vivamente que esos intrusos eran casi siempre postres: La torta “María Luisa” de unas hermanas de apellido Dupuy, la “Chipolata”, de María Chapellín y otras dulces delicias obra de las manos delicadas de reposteras caraqueñas de aquellos años cuarenta del siglo pasado. Esa niñez que pasó entre sabores y aromas de nuestro terruño no hay duda de que me ayudó en esa labor reconstructiva.
Fuente: http://stoves.bioenergylists.org/geacocinamejorada |
Sin
embargo, pese a todas las precauciones, estudios y análisis emprendidos,
los resultados si bien producían cierta reminiscencia dejaban como una
especie de vacío sensorial que reavivaba la nostalgia y obligaba a
repasar los procedimientos una y otra vez. Podría decir que en uno de
esos momentos tuve una suerte de iluminación, una especie de llamarada
repentina, y empleo este término porque lo que me venía a la mente en
ese instante era el fuego, el fuego del hogar, el del fogón de leña o de
carbón vegetal desprendiendo sus calientes y anaranjadas lenguas junto
con los aromas propios de nuestras antiguas hogueras domésticas. Y era
eso lo que me faltaba. Recordé entonces cómo la madera recién cortada de
uno de nuestros árboles más comunes: el cují, que producía uno de los
olores más desagradables, que se perdía al secarse las ramas y que,
cuando hechas haz, se encendían en medio de las tres topias o en el
fogón de mampostería, emanaba de ellas una de las más exquisitas
fragancias. Creo que recordé el cují porque de pronto salió del desván
de la memoria haciéndome recordar el uso que de su leña hacía la
inolvidable Paula.
Desde aquel acontecimiento anoté en mi agenda que debía hacer una investigación sobre la leña, su uso doméstico y sus propiedades organolépticas en materia gastronómica, una especie de pequeño tratado de dendrología culinaria. Y en eso estoy desde hace algún tiempo. No se podía olvidar el rol aromático que tiene el fuego en la preparación de nuestros condumios tradicionales.
José Rafael Lovera
CEGA, enero de 2015