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Cocina - Quinta Anauco |
Puede afirmarse sin que quepa duda que no hay gastronomía sin cocineros pero, lamentablemente, no tenemos aún una historia de estos esforzados trabajadores que tanto han contribuido a la felicidad de sus congéneres desde los tiempos más pretéritos. Con la intención de llenar ese injusto vacío, emprendí desde hace algún tiempo la búsqueda de datos que permitan reconstruir esa larga e ignorada historia. No ha sido fácil adelantar esa pesquisa estando los datos como ocurre, dispersos, diríase que escondidos en viejas publicaciones, en polvorientos folios de archivos y hasta en la memoria de ancianos compatriotas.
En esta nota trataré de presentar muy brevemente algunos de los frutos de esa labor detectivesca referidos a los siglos XVI al XIX. Lo primero que debe afirmarse es que desde siempre la mayor parte, la casi totalidad, de los oficiantes de la cocina, han sido mujeres que con sus hacendosas, hábiles y a la vez fuertes y delicadas manos atendieron el sustento de sus semejantes desde los tiempos más remotos. Primero las indígenas cuyo saber ancestral continuó ejerciéndose aún después de la llegada de los europeos y en parte a beneficio de ellos mismos. Son pocos los cronistas que guardan memoria de esas abnegadas cocineras cuyos nombres han caído en el anonimato.
Quizá una excepción sea la del florentino Galeoto Cey, uno de los fundadores de El Tocuyo, quien registra con memoria agradecida la labor de esas maestras que supieron dominar las preparaciones antiguas como la arepa y el cazabe y manejar la extensa familia de los ajíes. Puede decirse en los albores de la conquista y también a lo largo de ella fueron tales oficiantes quienes se ocuparon de alimentar no sólo a sus connaturales sino también a los conquistadores, al punto que estos últimos dependieron en un todo de su labor. Hubo sin embargo algunas excepciones que nos hablan de cocineros venidos del viejo mundo como fue el caso de un “Pedro, cocinero” que trajo consigo en 1528 a la Provincia de Venezuela desde Santo Domingo el alemán Ambrosio Alfinger y que hasta ahora después de mucho indagar en documentos y en dispersas fuentes bibliográficas, podríamos considerar como el primer cocinero europeo en nuestra tierra.
Es difícil seguir el rastro de estos trabajadores de los fogones por lo que aún existen lagunas en la información de que disponemos. Es de suponer que desde muy temprano los esclavos traídos de África ejercieron el oficio que nos interesa introduciendo seguramente combinaciones y prácticas nuevas tanto para los indígenas como para los europeos. Este mestizaje culinario ha debido de ser muy intenso a lo largo del siglo XVII, época crucial en la formación de los hábitos alimentarios de nuestra sociedad, sin embargo todavía se ha de investigar más ampliamente para detectar a los cocineros de esa centuria, lo que constituye un campo extraordinariamente excitante para quienes se sientan inclinados por la pesquisa histórica interesante y virgen. Para el siglo XVIII época de la consolidación de nuestro régimen alimentario tradicional, son en cambio abundantes las fuentes, citaremos algunos casos extractados de papeles de ese tiempo. En 1750 se registra que el ilustrísimo señor Don Manuel Machado y Luna, Obispo electo de Caracas, trajo para su servicio como cocinero a Antonio de Otero, natural de la villa de Palacios, obispado de Oviedo, soltero, de edad de cuarenta años, pequeño de cuerpo, color moreno claro y pelo negro. Un poco más tarde Don José Iturriaga famoso comandante general de la nuevas poblaciones del Orinoco, director de la Compañía Guipuzcoana y caballero de la orden de Santiago, envió en 1758 a Cumaná, para su asistencia, un completo equipo formado por Vicente Rodríguez, repostero; Juan Surte, ayudante de repostería; Antonio Rodríguez, cocinero y Esteban Cardina, ayudante de cocina, lo que habla de la buena disposición de Iturriaga por la buena mesa y de la buena dotación que dio a su casa, refugio sin duda para dejar atrás las penalidades sufridas en sus arriesgadas exploraciones por las selvas de Guayana.
Algo más tarde, en 1764, Doña Rafaela Ortiz de Rosas, esposa de Don José Solano, gobernador de la Provincia de Caracas, hace pasar a la capital, entre su servidumbre a José de Buscalferri, italiano, como mayordomo y a Juan Cúrense, natural de Cádiz, como agregado a la repostería. Hecho que nos habla de una cierta opulencia en la vida del funcionario colonial. En documentos de 1780 aparece mencionada Catalina, mulata esclava del III Marqués del Toro, Sebastián Rodríguez, como cocinera en su hacienda de Mucundo cerca de Guacara, quien según se desprende de la documentación tenía buena mano para preparar los pichones. En la testamentaría de Don Felipe de Llaguno en 1782, se da cuenta de la esclava Catalina de veintiocho a treinta años de edad “con las habilidades de cozer, cozinar y demás que corresponde”, presencia que atestigua la figuración de cocineras de ascendencia africana. Consta asimismo la concurrencia de gente de la misma procedencia en numerosos testimonios de la época, como es el caso de Jacinto “cocinero”, francés y que habla inglés y se encontraba huído, según publicación de la Gazeta de Caracas de 30 de Diciembre de 1808 o en las Escribanías de 1809, en las que José Antonio Pacheco, último Conde de San Javier, estipula en su testamento que desde el instante que fallezca quede libre su esclavo Antonio su cocinero, que ha vivido siempre a su lado y además le lega veinticinco pesos. Son numerosos los rastros de este tipo que dejaron esclavos y manumisos dieciochescos.
Para el siglo XIX son aún más abundantes los datos, citemos apenas dos ejemplos: el caso de Camila Pérez, martiriqueña, cocinera de nuestro famoso polemista político Antonio Leocadio Guzmán, quien la beneficio en su testamento y que debió aplacar con su buena y pintoresca sazón la fogosidad de este aguerrido panfletario; y el de una tal Felicia, cocinera en Barcelona en 1888 que prestó su servicios al Ingeniero inglés Walter Wood, ocupado entonces de la construcción del ferrocarril en la minas de Maricual, quien muy satisfecho con ellos, pintó su retrato que incluye en su obra Venezuela or two years on de Spanish Main, en la cual además se deshace en alabanzas de aquella maestra de los fogones.
La fugaz enumeración que antecede es apenas una muestra de la existencia de esos abnegados oficiantes que mereciendo con justos títulos figurar en nuestras historias, han permanecido olvidados pese a constituir un sector importante de nuestra sociedad. Su pericia tanto como su humildad merece el aprecio y la atención de los jóvenes cocineros de hoy. Fueron sus antecesores en conjunto quienes dejaron como huella un patrimonio culinario que tantos deleites han proporcionado a los habitantes de nuestro país. Se trata de una investigación aún no concluida pero que se vislumbra muy prometedora y que en todo caso es pieza indispensable para la reconstrucción de nuestro pasado.
José Rafael Lovera
Historiador y gastrónomo
Caracas, CEGA